La ilegalidad busca legitimidad y siempre ha sido una constante en la historia de Colombia, donde sectores con prácticas que superan el bien común y solo se llenan sus bolsillos, violando la Ley han querido hacer ver temas individuales como asuntos colectivos o se han escudado en los graves y prevalentes problemas de la realidad como la inequidad, la pobreza o la miseria, para buscar su propósito.
Las tristes escenas y momentos que hemos vivido en los últimos días en Cali, dan cuenta de un caldo de cultivo donde las prácticas de ilegalidad son ingrediente común. Altos niveles de delincuencia, cercanía de regiones con amplios sembrados de coca, presencia de activos núcleos de criminalidad en algunos barrios y municipios, el principal puerto cercano al pacífico cooptado por ilegales, laxitud del gobierno local con acciones de grupos al margen de la ley y una fuerte influencia de culturas de la región tradicionalmente permeadas por ideologías que le apuntan a la oposición radical al Estado –sin entenderse como parte de este- sino reduciéndolo a su mínima expresión; son el multifactor detonante de los hechos que marcan como epicentro a la capital vallecaucana.
Es muy válida la protesta pacífica pues refleja un problema llamado inequidad, pobreza y miseria. Un grupo de valientes jóvenes se han lanzado a las calles como opción, junto a diversos sectores, para hacer una manifestación en paz; pero lamentablemente las organizaciones criminales optaron por entremezclarse y generar acciones que han puesto en riesgo y acabado con la vida de varios civiles e integrantes de la fuerza pública.
A la ilegalidad le conviene hacer visible que hay un villano: la fuerza pública. A la ilegalidad le conviene el caos pues desborda la acción del Estado y así ellos pueden delinquir a sus anchas; a la ilegalidad le conviene tener alcaldes atolondrados y de rodillas a la ideologización, pues de esa forma las ciudades se convierten en nuevos mercados para sus alucinógenos.
A la ilegalidad le conviene que no haya un Estado ilegítimo, para engañar a su masa acrítica y ponerlos a votar por opciones populistas que van a ceder en la acción de neutralizarlos y poner los recursos de nuestros impuestos en favor de una millonaria contratación a organizaciones de adoctrinamiento, movilización y una banal y fugaz acción social sin mayor impacto.
El mejor negocio para estas organizaciones criminales es tener presencia en la política, un estatus que les dio el acuerdo de paz de 2016, donde les permitió presencia en el Congreso pero también seguir delinquiendo y tomar otras facetas de guerra urbana bajo el escudo de supuestas organizaciones, liderazgos y células de acción en territorios geoestratégicos de ciudades importantes, que ellos mismos juraron tomar desde hace varios años.
La Guerra irregular y los ejércitos al margen de la ley no tienen plazo para lograr sus objetivos a diferencia de los movimientos legítimos y los estados.
¿Es válida la protesta social en Colombia? Sí, sin ninguna duda. Pero no así la violencia, la acción vandálica que no puede permitirse la romantización o idealización. Una cosa es el ejercito libertador de los criollos o el movimiento comunero y otra cosa muy distinta es que nuestros jóvenes sean: policías, estudiantes, soldados, activistas; estén siendo víctimas de esta confrontación absurda y atizada por la ilegalidad y la cooptación ideológica.
Nací y crecí en la Medellín de los 80. En aquel momento la ilegalidad de Pablo Escobar y una cooptación similar de las instituciones, el sector productivo e incluso buena parte de la fuerza pública nos generó una herida del dinero fácil que aun no superamos.
La pobreza y la miseria, así como los cambios estructurales que debamos hacer para combatir ese gran monstruo de la corrupción hay que hacerlo, pues esos son otros criminales que también aprovechan estas situaciones para llenarse sus bolsillos y privar a los más humildes de oportunidades.
Por peores hemos pasado y Colombia siempre se ha sobrepuesto ante los criminales y su espiral de ilegalidad.